Stephen Curry divino: Warriors campeones
Volvamos al cuarto partido, cuando los Celtics ganaban 91-86 en el ecuador del último parcial, el Garden hervía y el 1-3 parecía acercarse a dentelladas, inevitable. Ahí, en ese punto crítico de las Finales, surgió el Stephen Curry inexplicable, un tahúr bailando entre fuego de mortero. Y ahí se acabaron, aunque entonces no lo sabíamos, las fuerzas de los Celtics. Los catorce partidos de mayo, catorce batallas, contra Bucks y Heat aparecieron como el cobrador del frac. Y los Warriors ganaron ese asalto, y otros dos en seis días (el último de vuelta en el Garden: 90-103). Y vuelven a ser campeones de la NBA. Es la dinastía dorada de la Bahía, una tiranía hermosa que ha ganado cuatro anillos en ocho años y seis Finales. Que con Steve Kerr como entrenador solo ha perdido dos series de playoffs de 24 totales. Y que cierra el círculo del 75 aniversario de la NBA, porque Philadelphia Warriors ganó (1947) el primer anillo. Ya son siete, uno más que esos Bulls eternamente congelados en la era Jordan. Y siguen siendo, otro reloj parado, 17 para los Celtics, que no rompen el empate con los Lakers en una guerra eterna que se igualó en 2020, en la burbuja de Florida.
Los Celtics, aunque tal vez fue solo un espejismo, lo tuvieron pero no lo pudieron amarrar. Nunca en su historia habían perdido tres partidos seguidos en las Finales. Y han jugado 22 totales, tres de las cuatro últimas perdidas y un único anillo desde 1986. El de 2008 seguirá siendo una baliza, la brújula que apunta a un pasado glorioso. Solo queda insistir: después de cuatro finales de Conferencia en seis años, la hoja de ruta es obvia. Mejorar, regresar. Insistir. Su situación es envidiable y su temporada es maravillosa, un puzle resuelto sobre la marcha (estaban 23-24 el 21 de enero). Pero nadie acaba feliz cuando ha tocado el anillo, después de ver la meta desaparecer cuando parecía a un palmo. Cuando todo acaba siendo nada. Con perspectiva, el año ha sido excepcional. Y eso quedará. También el aviso: hay oportunidades que nunca vuelven y carreteras que se empinan de repente, a veces sin mucha explicación. Pueden preguntar a los Suns, que hace un año pasaron de ganar 2-0 a perder 2-4 unas Finales que ahora han visto por televisión. En deporte, pasa más a menudo de lo que parece, el futuro no existe... o se convierte en pasado sin llegar a ser presente.
Los Celtics sintieron en sus carnes las razones por las que solo un equipo (los Lakers de 1988… y de milagro) ha sido campeón tras necesitar siete partidos en las dos rondas anteriores a la Final. El esfuerzo, físico y mental, es abrasador. Faltaron piernas y oxígeno, pero también ideas. Faltó rotación y sostén. Ni siquiera pudo conjurarse la magia del Garden, donde hasta ahora solo había sellado el título un visitante: los Lakers, otra vez, en 1985. El previsible espasmo inicial del cadáver verde dejó un 14-2 de salida. La última danza de guerra. Desde ahí a un 33-54 poco antes del descanso. Jaque. Y a un 50-72 en el ecuador del tercer cuarto. De pie sobre una nube de angustia, con las piernas de plomo, los Celtics (en otro aquelarre de pérdidas: 22 esta vez) soltaron derechazos erráticos hasta el final, casi como un boxeador sonado. Remaron hasta un 78-86. Y se desplomaron, sin fuerzas para seguir gravitando en torno a ese planeta llamado Stephen Curry. Bandera blanca. Jaque mate.
La trascendencia infinita de Stephen Curry
Los triples de Al Horford en la segunda parte (19 puntos, 14 rebotes) y el trabajo al límite de Robert Williams (10+7 y 5 tapones) achicaron agua hasta que las grietas se hicieron inevitables. Marcus Smart fue un manojo de nervios, Jaylen Brown alternó canastas heroicas (34 puntos) con conducciones catastróficas, el banquillo solo aportó 5 puntos y Jayson Tatum jugó con la lengua fuera. Incapaz de conectarse, de sumar: 13 puntos en 18 tiros (6/18), 7 asistencias pero 5 pérdidas. Literalmente sin fuerzas, sin vida. El viraje de las Finales a partir de su tramo central acabó siendo diáfano. Los Warriors fueron apilando argumentos, poniendo baldosas, escribiendo las leyes de la serie. Cuando quisieron darse cuenta, los Celtics ya no eran el cazador y algo muy peligroso se había avalanzado sobre ellos. Algo letal. Es como el póquer: si a los cinco minutos no sabes quién es el primo, es que el primo eres tú.
Cuando arreciaba la última rebelión, la llamada al milagro (y se rondó, ciertamente), apareció Stephen Curry. 34 puntos, 7 rebotes, 7 asistencias, 6/11 en triples. Un goteo de penetraciones marca de la casa, alguno de esos triples que parecen valer seis puntos y su capacidad para concentrar sobre él toda la defensa y poner en marcha la montaña rusa que desmadeja al rival. Persiguiéndole por toda la pista, los Celtics perdieron de vista el rebote (15 de ataque de los Warriors, clave otra vez Kevon Looney). Sin saber si cerrar filas sobre él o tapar las vías de comunicación con sus compañeros, se metieron de cabeza en la trampa de un jugador único, trascendental, legendario: 31,2 puntos, 6 rebotes, 5 asistencias y una línea de tiro de 48% (total), 44% (triples) y 86% (tiros libres). MVP. Contra una defensa salvaje, obsesionada con él y que finalmente acabó a sus pies. La carga inevitable de un jugador imposible.
Es su cuarto anillo. Con dos MVP de fase regular, uno por fin de Finales, ocho all star y todos los récords de triples que a uno se le puedan ocurrir. Hasta los que suenan a broma. Su legado, tres años después de la fuga de Kevin Durant, avanza hacia el escalón de los más grandes. Su importancia como hito de un nuevo baloncesto es incuestionable, una mutación que ha hecho una marca dorada en el suelo: la NBA antes de Stephen Curry, la NBA después de Stephen Curry. Es, por encima de todo, un título para él. Pero también para Steve Kerr (cinco como jugador, cuatro ya como entrenador), para un Klay Thompson que se pasó 941 días de calvario fuera de las pistas. Y para un Draymond Green reinsertado, que decodificó la Final a tiempo y viró de agujero a negro a pilar de su equipo. Como tantas veces: 12 puntos, 12 rebotes, 8 asistencias y un máster en arquitectura defensiva. Un jugador único. A veces en lo malo, mil veces en lo bueno. Uno, en todo caso, sin el que es imposible entender esta dinastía vertiginosa, implacable, ganadora. Que se enfrentaba a una defensa temible pero impuso la suya con puño de hierro: cuatro partidos de los Celtics por debajo de 100 puntos.
Andrew Wiggins, el segundo mejor jugador de las Finales, culminó su reinvención con 18 puntos, 6 rebotes, 5 asistencias, 4 robos y 3 tapones. El forajido del contrato tóxico ha acabado siendo esta temporada all star y campeón, esencial en un combate por el título que reivindica también el tesón de Gary Payton II y la alegría de Jordan Poole. La cultura Warriors, la marca de uno de los grandes equipos de la historia. Tal vez el mejor. Desde luego uno como ningún otro porque así es su líder, su jugador franquicia, su libro de instrucciones: Stephen Curry. Hoy más que nunca, una leyenda única en un firmamento de la NBA que, ahora mismo, le pertenece. Campeón y Rey Sol.